Valparaíso

[CRONICA] Sostiene Pachecho: La noche boca arriba

Sostiene Pacheco que desde pequeño las motos le inspiraron miedo. Eso de moverse a gran velocidad dependiendo de la pura estabilidad del conductor, no era lo suyo. Ahora de viejo sabe que ese miedo es por sus problemas de equilibrio, incluyendo el emocional.

Sostiene Pacheco que después de tomarse varios cuba libre invitados por su amigo Vlado y de discutir de política internacional acaloradamente en un barucho de Valparaíso, no tuvo más remedio que aceptar que Vlado lo llevara en su moto hasta Curauma, donde Pacheco tiene una ex que le da asilo cada vez que pierde el último bus a La Ligua.

Para Vlado no era problema, porque iba de regreso a Santiago, así que le quedaba a la pasada. Para Pacheco, que estaba ebrio, pero no tanto, el problema era doble: su miedo a las motos y su consciencia del estado etílico del conductor. Por lo demás, entre trago y trago, había increpado varias veces a su contertulio de amarillento, de servil a los intereses del imperialismo, etc. No era el momento de mostrarse débil ante el insistente ofrecimiento del Vlado.

Sostiene Pacheco que ya montado en la máquina intentó concentrarse positivamente y se dispuso a saborear el paseo. Se agarró con el alma de la cintura del conductor, cerró los ojos y apretó los cachetes, mientras la moto ronroneaba entre sus piernas y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Debe haber sido a la altura de Tierras Rojas cuando un zigzagueo lo sacó de su estado de corpus rigidum. De ahí, a negro. Cuando despertó pudo ver de modo difuso a su amigo tirado en la cuneta y rodeado de personas que comentaban lo sucedido. Junto a Pacheco, una mujer que decía ser enfermera, le acomodaba su cabeza sobre un bulto. ¿Está bien mi amigo?- murmuró. Sí, contestó la enfermera. Es posible que se haya roto alguna costilla, pero sobrevivirá –sonrió dulcemente.

Sostiene Pacheco que a él le dolía todo el cuerpo, pero sobre todo el hombro izquierdo. Un dolor insoportable que le sacaba lágrimas. Luego, el entorno se llenó de balizas y sonidos de carros policiales y ambulancias. Entre varios paramédicos lo subieron a la camilla y pudo ver de reojo como a su amigo lo metían en la ambulancia contigua. Antes que lo metieran a él, mientras era trasladado boca arriba, pudo apreciar un cielo estrellado y profundo. Volvió a perder el conocimiento.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de personas vestidas de blanco o celeste, lo que indicaba claramente que estaba en un hospital, pero los olores le resultaban desconocidos. Después sabría que se trataba del pabellón criollo y hervidos de gallina, y que lo habían dejado, aún en la camilla, justo fuera de la cocina del hospital. Lo realmente curioso, no obstante, es que toda la gente hablaba en un tono caribeño. Fue en ese momento que se percató que a su amigo Vlado lo habían dejado detrás suyo de manera que sus cabezas se topaban. No lo podía ver, pero reconoció su voz cuando éste intento comunicarse con un morocho que llevaba un estetoscopio colgando de su cuello.

¿Vlado, eres tú?

Sí…¿estás bien? –masculló Vlado.

¿Dónde estamos? No entiendo nada –sostuvo Pacheco.

Está claro que en un hospital, pero parece que de puros inmigrantes –replicó su amigo.

Sostiene Pacheco que aparte del mareo propio de las cubas libres y del golpe en la cabeza, tanto él como Vlado estaban realmente confundidos, y que el morocho del estetoscopio vino a profundizar su confusión cuando ordenó, radiografías en mano, el procedimiento para los dos accidentados.

Ahorita llévense a este a pabellón, es el más urgente –dijo refiriéndose a Vlado.

Pacheco pudo leer en el delantal el nombre del médico, Diosdado Maduro, Hospital Universitario de Maracaibo, y pudo escuchar un sonido gutural emitido por su amigo. ¿Dónde me llevan? –se desesperaba Vlado.

Sostiene Pacheco que por más que trataba de calmar a su amigo, él mismo sentía un miedo galopante. Estaban en un lugar absolutamente desconocido y personas totalmente ajenas se disponían a intervenir en sus cuerpos indefensos. Y si bien eso es lo que suele ocurrir en la sección emergencias de un hospital, esta vez el temor por su integridad y sobrevivencia se había instalado, a pesar de haber defendido, horas atrás, el proceso bolivariano. Lo único que lo instaba al autocontrol era saber que su accidentado amigo estaba peor que él y que además debía estar en pánico, sabiendo que se encontraba en manos de funcionarios de la dictadura que con tanto ahínco había denunciado.

Cuando despertó estaba sentado en una banca en la sala de espera de Urgencia del Hospital Fricke. El dolor de su hombro era cada vez peor. Se incorporó y se acercó al guardia que estaba en la puerta de ingreso a los boxes de atención. En esos momentos entró una paramédica y pudo ver fugazmente que Vlado yacía en la camilla con su cara ensangrentada. Pidió entrar. No señor, vuelva a su asiento. Ya lo llamarán –replicó el guardia.

Después de tres horas de tediosa espera, intentó pasar de nuevo aludiendo que no soportaba el dolor del brazo, que quizá era una fractura. Si no lo han llamado es porque hay personas más graves que usted –enfatizó el guardia.

Sostiene Pacheco que ante ese panorama sólo quedaba buscar entradas alternativas. Sinceramente, le preocupaba más el estado de su amigo que el dolor de su hombro. Logró colarse.

Allí estaba todavía Vlado, justo fuera del box de nebulización. Intentó hablar con algún médico, pero no se divisaba ninguno. Interrogó a su amigo, pero éste apenas podía respirar. Tomó del brazo a una auxiliar y le exigió atendieran a su moribundo amigo. Ella lo miró directo a los ojos y le ordenó que le soltara el brazo. Luego desapareció entre la multitud de pacientes. Decidió sentarse en el suelo junto a la camilla de Vlado para evitar ser sorprendido por el guardia. Se fue adormeciendo lentamente.

Allí estaba el morocho del estetoscopio con un vaso de agua en la mano y unas pastillas. Tómese esto, por favor. Son analgésicos mientras lo pasamos a pabellón. Estaba en una pieza con dos camas. La de al lado estaba vacía. ¿Y mi amigo? –preguntó. Tranquilo, ya lo llevamos a pabellón –respondió Diosdado. Tuvo algunos cortes en su cara, dos costillas rotas, pero nada que una oportuna atención no pueda solucionar. Aunque debo decirle que el estado de ánimo de su pana era de mucha alteración, desproporcionada a su estado de salud. Gritaba todo el tiempo que lo vinieran a rescatar.

Sostiene Pacheco que suspiró aliviado. Había recuperado su confianza en la Patria Grande. Fue entonces que alguien lo pisó tan fuerte que volvió a despertarlo. Era la misma auxiliar de la mirada profunda que le pedía que se corriera de ahí. Se incorporó a duras penas y pudo ver como por el pasillo se acercaba presuroso, con el delantal abierto y manchado con sangre, con la camisa mal abrochada y con un bisturí en ristre, un hombre pequeño con ojos desorbitados dando instrucciones y apurando a la auxiliar para que llevara a pabellón –rapidito- a su amigo Vlado.

No me mire así –le dijo desafiante la auxiliar. Es el doctor Lagomarsino que acaba de llegar del Hospital de Talca. Él se hará cargo de su amigo. Usted mejor, rece.

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