[OPINION] La distancia incivilizada: Sobre una pandemia capitalista y ciudadana (por Fernando Franulic Depix)

(…) llamo discurso de poder a todo discurso que engendra
la falta, y por ende la culpabilidad del que lo recibe.
Roland Barthes, Lección inaugural, 1977.

Desde que existen los hospitales y los sistemas médicos, la salud ha sido un ejercicio de dominio. No todos, claramente, los y las practicantes de las disciplinas de la salud creen que su profesión sea un “negocio” o una “forma de poder”, la afirmación anterior, entonces, no tiene que ver con las éticas individuales ni siquiera con las colectivas, sino que en la base histórica de la curación de las enfermedades, al menos desde la época medieval, se encuentra la Economía, más aún en períodos de crisis epidémicas.

En el pasado grecolatino, la curación de los padecimientos se realizaba en santuarios dedicados a Asclepio –Esculapio para los romanos–, donde el enfermo ejecutaba rituales y pasaba la noche: el sueño de aquella noche era guiado por este dios de la medicina, por tanto, al otro día despertaba el individuo curado del mal que lo aquejaba. También, otras sociedades, diferentes a las occidentales, como pueden ser las sociedades africanas, orientales y latinoamericanas, experimentan –actualmente y en el pasado– formas de restablecimiento de la salud que pasan, a modo de ejemplo, por el uso de drogas con chamanes, ritos de invocación de los antepasados, acudir a meicas, curanderas y yerbateras, entre otras alternativas.

Sin embargo, en América Latina desde la época de la conquista hispana, comenzó el desarrollo de una medicina de tipo occidental (independiente de la existencia de la medicina mestiza y popular), la que provenía de la Edad Media. Esta medicina occidental se caracteriza –en su vertiente premoderna– por su adhesión a las doctrinas humorales que planteó, principalmente, Galeno.

Por otro lado, los hospitales constituyen unas instituciones propias de Occidente, a pesar de que existen algunas culturas donde se hallan instituciones que tienen un fin similar: el hospital medieval y de la modernidad temprana –y por extensión, el hospital colonial hispanoamericano– presenta la característica esencial de entregar caridad o beneficencia. Se trata, así, de una economía hospitalaria o economía espiritual, donde el paciente obtiene asistencia caritativa, y en tanto que fiel busca la salvación de su alma; este modelo de hospital poseía funciones médicas, pero sobre todo funciones religiosas, ya que la mayoría de los hospitales estaban administrados por órdenes religiosas.

Las clases acaudaladas donaban en sus testamentos grandes sumas de dinero, como también haciendas y chacras, a cambio de formar memorias de misas, y en otros casos capellanías –para saltarse la estadía en el purgatorio. Ahora bien, desde la baja Edad Media, el patrimonio hospitalario era considerado, en la doctrina al menos, como el patrimonio de los pobres. Los pacientes eran pobres y con sus propios recursos patrimoniales, sancionados por el derecho canónico, recibían sus medicamentos, su alimento y su ropa limpia. Esa era la caridad hospitalaria, que tenía su correlato en el dinero que se legaba, en las propiedades que recibía, por ello, los hospitales eran muy ricos, era un factor dinamizador de la economía local, aunque de manera muy especial, porque sus patrimonios eran indivisibles e inajenables –estaban fuera de las vicisitudes del mercado.

En este sentido, la economía de la caridad, con sus préstamos de dinero al 5-7% de interés anual (censos) y sus arriendos de grandes predios, entre otros aspectos, permitía el desarrollo de la economía-mundo: este concepto formulado por Immanuel Wallerstein, con raíces en la obra de Fernand Braudel, intenta expresar la división geopolítica de la economía en el globo. Las economías corresponden a regiones delimitadas del planeta, donde pueden existir rutas mercantiles entre ellas, pero cada una posee su propia lógica y su propia distribución de recursos. Así, en la Edad Media, hallamos varias economías-mundo, por ejemplo Mesoamérica, Culturas andinas, China y Extremo Oriente, Sud-Este Asiático, África y Europa. Fue con el descubrimiento de América cuando las economías-mundo comenzaron a conectarse en mayor cantidad, lo que implicó el desenvolvimiento del capitalismo y su expansión. Finalmente, en la sociedad actual asistimos a la transformación de las economías-mundo en una economía mundial.

En este contexto llamado mundialización, las conexiones y las circulaciones de personas y de bienes son fundamentales. Por ello, las enfermedades también se expanden y prontamente conforman epidemias, e incluso, como hoy en día, pandemias. La pandemia de Covid-19 –que es un tipo de coronavirus- está en curso de modificar las relaciones sociales. La famosa “distancia social” que se repite como medida de profilaxis, al parecer, cambia los intercambios sociales, es decir, las interacciones interpersonales en presencia del otro, el cual trae su propio derrotero cultural, y en dicha interacción social se produce el intercambio que es, la mayoría de las veces, recíproco. Con la pandemia, el Otro emerge desde el miedo cultural y no desde la afirmación de la vida comunitaria. Ya no se celebra la comunidad basada en el intercambio y la cultura local. Lo que queda es la noción de sociedad civil, tan cuestionable porque presenta una dinámica basada en el “pacto democrático”.

En este sentido, la sociedad civil conlleva democracia y ciudadanía; y del mismo modo en que la sociedad civil –no las empresas– se encargan de descontaminar de plástico el planeta, esta misma sociedad civil ahora debe experimentar la “distancia social”, sin que los gobiernos y las transnacionales expliquen claramente el origen del virus, su efecto planetario y las amenazas futuras en términos de otros virus y del cambio climático. Por tanto, se trata de una pandemia sustentable y ciudadana, es decir, donde el o la ciudadana deben hacerse cargo del problema de la sustentabilidad de los tratamientos médicos y de las medidas de fuerza pública.

Hace unos días atrás, en los medios de comunicación entrevistaron a una mujer trabajadora que regresaba a su hogar después de la jornada laboral: ella dijo algo muy cierto, en relación al transporte público, porque en él no puede ejecutarse la “distancia social”, por tanto, “esto es un exterminio de los pobres por medio del contagio”, señaló. Después de varios meses de una revuelta social feroz y popular, el coronavirus llegó justo a tiempo para desplazar la acción colectiva por el distanciamiento interpersonal. Una marca, entonces, de los comportamientos sociales, que la televisión impone e imprime en la memoria social a través de la reiteración, de la ideología de la mismidad: todos los días la misma noticia, todos los días la misma impunidad de patrones y gobernantes frente a la población pobre de las grandes ciudades del mundo.

Ahora bien, el capitalismo desregulado ha producido una mutación genética de un virus: luego, el mercado reacciona; el peor miedo ha llegado y está en el Otro. Entonces, vienen las crisis económicas y financieras después de la pandemia. Un panorama complejo y difícil en el destino colectivo del capitalismo. Sin embargo, esta contradicción capitalista no es del todo nueva: el gran capital vivió importantes guerras para adueñarse de mercados, como la Guerra de los 7 años en el siglo XVIII, las Guerras del Opio en el siglo XIX, la Guerra del Pacífico en el caso del salitre, y también experimentó epidemias muy peligrosas, como fue el caso de una pandemia fuerte y mortal al final de la Gran Guerra: la gripe española.

Por otro lado, el capitalismo mundial espera la vacuna o la cura del coronavirus, y eso entregará rentabilidad a las compañías farmacéuticas en el contexto de una economía en crisis. Y mientras el mundo trata de superar la crisis pandémica con la “distancia social” y, luego, con la “distancia territorial” (cuarentenas obligatorias con cordones sanitarios), la llamada sociedad civil asume los costos y las prácticas que se ven como necesarias para salir de la enfermedad mundial, porque la sociedad civil está constituida por la ciudadanía que abraza la democracia liberal y en ese marco sienta las bases del sometimiento.

No obstante, la tarea crítica de los y las individuas que se rebelan, es formar una sociedad libre del abuso empresarial (neoliberal) y del poder descarado (patriarcal), por ende, en esta emergencia no solo la revuelta quedó desplazada y congelada, sino que la “distancia social y territorial”, constituye en el fondo una “distancia incivil”, “incivilizada”, puesto que es un retroceso, como diría Norbert Elias, del proceso general civilizatorio: este proceso colectivo intenta siempre producir relaciones armónicas y, en cambio, configuran las medidas de la pandemia relaciones incivilizadas y salvajes, no por su sustento médico, sino por el resabio que dejarán en la comunidad; a la desconfianza política y a la competencia del consumo, ahora se agregará el distanciamiento de las relaciones recíprocas –entonces, “incivilizada” porque el intercambio recíproco y redistributivo fue un avance cultural enorme en la historia de las sociedades.    Opinion_FernandoFranulic

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