[OPINION] Argumentar a la Tomás Mosciatti (Arturo Moreno Fuica)

Al recuerdo de Elena Rivera.

Este texto es una crítica a los comentarios de Tomás Mosciatti, Camino a la destrucción total, realizados en su canal Bio Bio TV hace ya algunos días. Creo que los comentarios del Sr. Mosciatti son un ejemplo instructivo para establecer cómo un discurso con vocación política puede arremeter, precisamente, contra la política. No puedo asegurar que esto haya sido su intención final. En todo caso, lo básico que se les puede exigir a personas inteligentes, informadas y bien preparadas como él es que entiendan y sepan lo que realmente están diciendo. Aunque, recordemos, en algunas personas la desproporción entre saber y entender puede ser abismante.

En cualquier caso, lo políticamente importante aquí no es reflexionar sobre las intenciones de lo expuesto, sino distinguir sus efectos en el espacio público. Ahora bien, por lo mismo, no es el Sr. Mosciatti entrevistador y su talante directo, a veces irreverente, pero siempre muy bien informado, que nos debieran interesar, sino el Sr. Mosciatti comentarista. Mientras aquel nos ha regalado una larga lista de momentos notables y llenos de indagaciones logradas, como en las conversaciones con Roberto Thieme, Gabriela García o Jorgelino Vergara (el Mocito), para no tener que nombrar a algunos políticos profesionales que han salido muy heridos de su plató, el Sr. Mosciatti comentarista derechamente desea influir y aparecer como actor político y, la verdad sea dicha, lo logra.

De ninguna manera mi observación debiera entenderse como una crítica, sino más bien como un elogio. Si consideramos que en el ambiente noticioso no es raro observar periodistas de medios masivos –en TV y radio– que se dedican más bien a hacer propaganda política, deberíamos estar agradecidos, creo yo, de la presencia del Sr. Mosciatti en este hábitat.

En el caso concreto de sus comentarios en Camino a la destrucción total, el Sr. Mosciatti se presenta con su característica radicalidad discursiva. Posiblemente este tipo de discursos lo convierta en el único liberal en Chile realmente patriota. Sea como fuere, la certeza inequívoca de esta radicalidad, auxiliada por el tono de sus palabras y sus sinceras proclamas sobre su independencia, oculta peligros. Y no son menores. La pregunta política que aquí debemos hacernos es si la radicalidad del Sr. Mosciatti busca movernos, paralizarnos políticamente o, expresado en forma de un oxímoron, movilizarnos especulativamente para paralizar nuestra praxis.

En el caso particular de su última defensa al bosque nativo y su apología del medio ambiente de un Chile del pasado, en Camino a la destrucción total, lo transcendental no es, creo yo, el contenido de lo expuesto –nada nuevo, por lo demás–, sino la racionalidad que respalda lo dicho. Efectivamente, el Sr. Mosciatti se sostiene siempre en la misma lógica. Parafraseándolo: los responsables de los acontecimientos son estos, pero también estos otros; hay causas obvias de los hechos, pero también causas muy profundas y todavía ininteligibles; las empresas privadas han cometido graves errores, pero porque no han sido fiscalizadas eficientemente por el Estado; los causantes de la tala del bosque nativo y de la instalación del monocultivo cerca de lugares poblados son empresas forestales que buscan el lucro -literalmente, a destajo–, pero avalados por la existencia de leyes que los incentivan.

Esta lógica no se detiene aquí. En el siguiente nivel, sus juicios llegan a apuntar a las poblaciones originarias y, de pasada, a los opositores al sistema de producción capitalista. A todos ellos el Sr. Mosciatti los suma con los anteriores actores y los ubica como parte de una “cultura del fuego”. Así, la relación entre causa y efecto en los eventos concretos es cubierta por un manto de generalizaciones que termina cubriendo todo actuar específico y toda decisión puntual de los involucrados. El manto asume mayor pesadez y anchura cuando su huida de lo concreto termina en el misterio de las enseñanzas del Antiguo Testamento. El Sr. Mosciatti nos recuerda que en los relatos del Pentateuco habría una grave responsabilidad también, pues allí el Todopoderoso les entregó la Tierra a los hombres y las mujeres para que la explotasen sin límites y no para que la protegieran. En esta fuga a razonamientos universales, lo políticamente decisivo no estriba en que todos seamos culpables desde el Génesis y, por ende, nadie lo sea, sino que esta lógica argumentativa necesariamente nos expulsa a un punto tan fuera de nuestro entorno concreto que nuestras experiencias directas terminan transformándose en desechos totalmente inservibles, sin la propiedad de otorgarnos luz sobre nuestra realidad inmediata. De esta forma, tanto nuestra facultad para enjuiciar como nuestra capacidad para actuar políticamente quedan despojadas de todo sentido y significado.

Por cierto, resulta desconcertante que a su “meta-nivel”, desde donde argumenta, Mosciatti no arrime la perspectiva global por excelencia en la política, la sistémica. A decir verdad, es un enigma que no se refiera, siquiera con una frase subordinada, al sistema como tal. Puede ser que esto se deba a que desde esta posición tendría que partir planteando la pregunta fundamental por antonomasia: ¿Es posible cambiar el rumbo hacia la destrucción total manteniéndonos en el camino neoliberal? En sus comentarios, el Sr. Mosciatti huye de una pregunta como ésta. Es más, sospecho que de su boca jamás saldrían propuestas con conceptos como regulación, planificación o, derechamente, prohibición. También sospecho que él mismo se encargaría de estigmatizar a la persona que pronunciara estas palabras como enemigo del progreso nacional, hostil al trabajo o un adversario de la democracia y la libertad humana, como si cada uno de estos principios dependiera directa y necesariamente de la libertad económica. Ni hablar si alguien intentara plantear, incluso como tema sólo a discutir, los principios del decrecimiento, otra noción para el concepto conservación. Esta contradicción tan fundamental confirma el carácter ejemplar de Mosciatti del contrasentido en el que se mueven muchos de nuestros comentaristas e intelectuales. Por esta razón, no es una simple anécdota que en su discurso rehabilitador de Douglas Tompkins –por cierto, justo y necesario– evite referirse al hecho de que el filántropo fue un crítico de la economía capitalista llegando a catalogarla como insustentable para el futuro. Y no cabe ninguna duda de que Tompkins sabía de lo que hablaba. Como exempresario entendió muy bien el núcleo del problema. Para él era claro que las fuerzas regenerativas de la naturaleza han terminado siendo incapaces de absorber las colosales energías de destrucción que determinan nuestra economía expansiva sin barreras. Estoy seguro de que Tompkins se encontró con poderosos(as) que creen que se puede gobernar sobre muertos. Pero no nos engañemos. Incluso (parafraseando a Hamlet), si detrás de la búsqueda del lucro a través de la aniquilación existe la locura, hay también un método.

Ciertamente lo que en el pasado era evidente sólo para personas pitonisas (como aquellos locos maravillosos del 5,55% que apoyaron en 1993 la candidatura de Manfred Max-Neef), hoy una mayoría confirma todos los días que el poder de destrucción de las dinámicas que ha desatado nuestro sistema de producción está ad-portas de arrastrar a la absoluta aniquilación todas las condiciones naturales para la vida orgánica, incluyendo la nuestra. El concepto de una “destrucción creativa” (Joseph Schumpeter), tan utilizado por los liberales como arsenal en las batallas ideológicas, ha terminado expresando sólo destrucción total. Lo políticamente central aquí es que para estas personas esta conclusión no es el fruto reflexivo sobre una teoría, sino del resultado de experiencias directas. Ahora bien, para que estas experiencias sean provechosas para la búsqueda de una vía de salida en dirección a un futuro humanamente vivible, no debemos ignorar o subestimar las consecuencias que han alcanzado discursos que nos quieren convencer de que todos estamos cultural u ontológicamente malditos. En medio del dominio de este tipo de discursos, algunos refinados, otros grotescos, pero siempre acicalados con el prestigio y la autoridad, corremos constantemente el riesgo de ser expulsados a un estado de parálisis. Se trata de una condición de hemiplejía política normalmente propia de las dictaduras o los estados totalitarios, pero que también puede cristalizarse en los sistemas formalmente democráticos. Extraviados en nuestra cotidianidad nos es difícil advertir cómo esta parálisis política aparece y termina arraigándose. Mi tesis es que siempre comienza con la invalidación de nuestras experiencias vividas, prosigue con la inhabilitación de nuestro juicio a través de la violencia de los racionamientos generales sin vínculo con nuestra realidad y finaliza con la eliminación del ser humano como persona actuante. En la medida en que mantengamos o, según sea el caso, restauremos y revaloremos nuestra conexión directa con nuestras experiencias no corremos el riesgo de que nuestra capacidad de juicio se ahogue en un océano de categorías generalistas o de racionalidades supersticiosas. Esto es lo que asegura la actualización de nuestra disposición para la acción política.

La importancia de la acción política, especialmente en nuestro contexto, es que siempre puede constituir un comienzo de algo nuevo (Hannah Arendt). Precisamente, si las leyes que erigen los imperativos del crecimiento productivo sin límites están arrastrando a nuestro país automáticamente (y este automatismo compone cualquiera ley en la Historia que se digne ser llamada así) por el camino hacia la destrucción total (Mosciatti), entonces, sólo lo nuevo, lo extraordinario, es decir, algo que aparezca como literalmente a-normal, visto desde la regularidad del orden de aniquilación, nos sacará de nuestro curso actual. Para quienes declaramos y defendemos esta libertad, es decir, este poder para iniciar un nuevo comienzo, creemos, desde luego, que es constitutiva de cada ser humano y en todo momento puede ser activada.

 

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