Los seres humanos tenemos una disposición especial a la nostalgia. Una forma de idealizar el pasado que nos lleva a valorizar subjetivamente los viejos tiempos que no volverán frente a la angustia del presente. Clásicos son los versos del poeta español del siglo XV Jorge Manrique:
“Recuerda el alma dormida /Avive el seso y despierte / Contemplando /Cómo se pasa la vida, / Cómo se viene la muerte/ Tan callando:
Cuan presto se va el placer, / Cómo, después de acordado, / Da dolor, / Cómo a nuestro parecer / Cualquiera tiempo pasado / Fue mejor”.
Valparaíso es una lucha entre pasado y tradición, por un lado, y utopía y futuro, por otro. Es una lucha agónica en que lo único real es el presente que contiene todas esas huellas del pasado, a veces sólo ruinas, y los sueños de un futuro, a veces incierto. Y cual antídoto o sedante la nostalgia se va apoderando de nosotros. Entonces, el “todo tiempo pasado fue mejor” se activa como el mejor de los artilugios psicológicos, seleccionando los mejores recuerdos y descartando los malos. En los seres humanos, dicen los psicólogos, la mayor carga de recuerdos, y sobre todo buenos recuerdos, está en la etapa de la juventud, nuestra edad de oro; algo parecido pasa con las ciudades que se refugian en su juventud dorada.
Por eso Valparaíso, tan viejo, tan cansado, tan sucio y ruinoso, se refugia en su propia edad dorada, la del auge comercial, la de los cientos de barcos en la bahía, la de casas y palacetes y comercios y tiendas dignas de cualquier ciudad europea.
Es lo que pasa cuando miramos una fotografía antigua, con grandes edificios de ornamentos neoclásicos y barrocos, con ciudadanos de bien, vestidos con elegantes trajes y sombreros, testimonio incuestionable de épocas doradas que no volverán. Pero la fotografía a veces nos muestra algo que no está al alcance de la mirada ni estuvo en las intenciones del fotógrafo. Es lo que escapa a los márgenes de la imagen, que no siempre se nos presenta con tanta elegancia y opulencia, que no es tan dorado como ese pasado que queremos recrear. Es la realidad que quedó fuera de la foto, que el fotógrafo no miró o que no quiso mirar, o no quiso mostrar, pero realidad al fin.
Los versos de Manrique parecen dialogar con la sensación que nos provoca una fotografía antigua. La nostalgia por los tiempos que no volverán, el tiempo pasado que fue mejor ante la evidencia de un presente cargado de fatalidad. Esa fotografía nos habla, nos dice: mira qué bello era todo antes, qué hermosas las plazas y las casas, qué ordenado y limpio era todo, mira qué elegancia y distinción en el vestir de los caballeros, qué finas y femeninas las damas…, no como ahora.
Y nos volvemos a la foto, y miramos la foto y soñamos que las cosas no hubieran cambiado. Y la verdad, siempre hay cosas que no cambian, pero no es precisamente lo que está en la foto, sino todo aquello que no está. Luego, cuando reconstruimos en la mente la foto y vamos completando el cuadro con lo que está más allá de los márgenes de la foto, se nos va apareciendo el pasado más real, menos dorado y, también, más cercano. Es un pasado que no abandonamos, más familiar, y por lo mismo, más presente. Es un pasado con sus miserias y fatalidades, que también habita en el presente.
Para ejemplificar esta cuestión pensemos en el comercio ambulante, hoy fuente de todo tipo de críticas. Que es ilegal, evade impuestos, que se toma las calles e impide la libre circulación, que son mafias, que tras de sí se esconde la delincuencia, que hay peleas, que orinan en las calles, que hay tráfico de drogas, que la venta de alimentos es insalubre, que el olor a fritanga de los carritos… Y así, un cuánto hay de denuncias que reflejan el disgusto por estas situaciones que afean la ciudad, el disgusto por un presente decadente. Por eso, cuando vemos esa foto antigua, nos refugiamos en el pasado dorado, en el tiempo en que todo fue mejor, cuando no existía este comercio ambulante que tanto daño le provoca a la ciudad.
Pues bien, en esa edad de oro de Valparaíso, en la época de la foto bonita, de la elegancia añorada, en ese tiempo pasado que fue, creemos, mejor, el comercio ambulante era el color, el sabor, el olor y el sonido de las calles. En burro se vendía el agua y el pan, también la carne mal oliente y rodeada por enjambres de moscas. Las frutas y verduras eran pregonadas a pie. Las aceitunas, pequenes y el motemei se vendían en un punto fijo, siempre en la misma esquina, donde se instalaban las pequeñas cocinerías. Puestos de fritangas, ensaladas de papas y de pescado rodeaban mercados y abastos. Si hasta muchos ambulantes tenían permisos municipales y se regulaban los horarios. Y toda la población dependía, en buena manera, del comercio ambulante, aunque apestara.
También había reclamos. Vecinos y comerciantes establecidos se quejaban ante las autoridades municipales: “Venden a toda hora con gran perjuicio de los comerciantes de abasto, que tenemos establecimientos sometidos a contribución”, “vendedores ambulantes que pregonan lo que venden a un precio bajo, por cuanto sobre ellos no existe vigilancia alguna y no pagan contribución”. “Gran número de robos y hurtos que se cometen en la ciudad son ejecutados por rateros disfrazados de vendedores…”. Además, las cocinerías eran descritas como recintos insalubres, y el comportamiento de tenderos y clientes parecía “una algazara de trasnochados de Pascua…”. En estos puestos improvisados de cocinería también se vendía alcohol, y esto tenía sus consecuencias, “que la malicia subió a la cabeza, que se descompuso el estómago, que llega la de mojicones, la de palos, la de puñales y la policía, el insulto, el grito, la riña, el calabozo y el juez”. Toda esa serie de individuos formaban parte del sucio y pintoresco pequeño comercio al por menor, y eran una de las caras visible y pública de una ciudad que se posicionaba como el principal puerto del Pacífico sur. Y los mismos personajes de la foto, el elegante caballero y la fina dama, esperaban con ansias que pasara por la puerta de su mansión el vendedor de pan, de carnes y pescados, o bien, de regreso del trabajo se embuchaban sin miramientos una fresca tortilla o un frito de pescado.
Hoy, tal como ayer. Todo tiempo pasado, algunas veces, fue igual que el tiempo presente, igual de mejor o igual de peor. El refugio de los recuerdos es selectivo. Los problemas irresolutos de hoy seguirán así, irresolutos, a no ser que miremos y aprendamos del pasado, de lo que nos gusta recordar y lo que no nos gusta o no queremos recordar. La foto es sólo una visión parcial de la realidad, la realidad que el fotógrafo quiso mostrar.
Muchas fotografías antiguas de Valparaíso, si se comparan con una foto actual, no arrojan ninguna diferencia, salvo la técnica fotográfica. Lo demás es simple, agarrar la escoba y dejar de alegar, que también con una mano de pintura todo tiempo presente puede ser mejor.
Rodolfo Follegati Pollmann
Profesor de Historia
Magíster en Historia PUCV
Categorías:Valparaíso