[CRONICA] Sostiene Pacheco: La insoportable levedad del ser

Sostiene Pacheco que el amor lo tiene sobrepasado. Desde que Pompeya llegó a su vida ha intentado explicarse el porqué de lo que siente por ella, básicamente porque él es un hombre en esencia racional y su perfil no calza con el de su amada. Cosa que a su amada le importa un carajo.

Si bien tienen historias amorosas bastante parecidas en variedad, cantidad e intensidad, sus historias de vida son claramente antagónicas, y lo que es más crítico, sus sentidos de vida han caminado por polos opuestos.

Riguroso como es -o cree serlo-, Pacheco se dio a la tarea de leer cuanto texto relacionado con el tema pudiera acercarlo a un entendimiento de tan compleja situación. El arte de amar, de Erich Fromm, fue el libro recomendado sin titubeos por su amigo, el profesor Gutiérrez, quien es asiduo lector de autores de origen judío; especialmente, los socialdemócratas.

Sostiene Pacheco que las tesis de Fromm le resultaron interesantes de entrada. Eso de que el amor es un arte y que por lo tanto se puede estudiar teóricamente, le hacía pleno sentido. Su visión sobre la madurez en el amor, sobre la necesidad de trabajar ese amor, cuyos elementos indispensables son el cuidado, la responsabilidad, el respeto y el conocimiento del otro/a/e, lo identificaba del todo. Pero cuando llegó al capítulo del amor erótico, se le complicó el panorama. Eso de que es la forma más engañosa de amar, que llama a confusión, que puede ser solo una forma de superar la soledad a través del contacto sexual, lo dejó KO. Él buscaba certezas y Fromm le generaba más dudas de las que tenía al principio.

Sostiene Pacheco que en su angustia recordó a su amigo Buenaventura, quien había llegado hace poco de Europa y que seguramente estaría actualizado en autores que pudiesen abordar el tema con mayor certidumbre. Buenaventura le señaló que él solo recomendaba autores españoles, y que el único que se le venía a la mente era Ortega y Gasset (de quien admiraba su período perspectivista). Si quieres te envío un ejemplar de Estudios sobre el amor. Tengo como tres, acotó. A lo que Pacheco accedió agradecido, pero sin poder evitar preguntar por qué tenía tantos ejemplares. Buenaventura suspiró y respondió con voz quebrada: Es que en mis tres separaciones mis ex lo único que me devolvieron fue este libro.

Una vez en sus manos, Pacheco devoró el texto. La afirmación “el enamoramiento es un estado inferior del espíritu, una especie de imbecilidad transitoria”, lo hizo sonrojarse. Esto de “sentirse atraído por el ser amado al punto de estar siempre ahí, mientras otros seres son desalojados poco a poco hasta lograr la exclusividad”. Esto de que “según es nuestra alma, así se ama; que nos reflejamos en el otro/a/e”. Esto de que “el deseo cuando se logra muere, se acaba; mientras el amor es un eterno insatisfecho”. Esto de que “en el acto amoroso la persona sale fuera de sí”. En fin, todo le hacía sentido mientras saboreaba su capuccino de las 12 en el Emporio, cuando se sienta junto a él su compañero de partido Eduardo Araya, un conocido dirigente político de La Ligua y acérrimo defensor del amor libre, quien al ver lo que leía Pacheco, sonrió y sentenció que lo único cierto en el amor es la duda. Léase a Kundera, compañero –dijo mientras pedía su ristretto de costumbre.

Sostiene Pacheco que le hizo caso a Eduardo. Compró la novela ensayo La insoportable levedad del ser y aprovechó un viaje a Valparaíso para adentrarse en ella. Se sentía a esas alturas un iniciado en el tema. Ciertamente, después de leer a Fromm, Ortega y Gasset, a Stendhal y un manuscrito de su compatriota Jorge Millas, estaba preparado para iniciar el ejercicio de síntesis que él requería para entender, de una vez por todas, su situación con Pompeya, y así dedicarse a amarla sin la duda metódica que lo afligía.

Sostiene Pacheco que antes de llegar a Avenida Libertad, ya había terminado el libro. El personaje principal lo representaba intensamente. Tomás era su álter ego. Y la duda de Tomás se había instalado en los huesos de Pacheco. Su vida pasaba como un río ante sus ojos y todo cobraba sentido. Podía verse parado junto a la ventana, mirando hacia la calle, y preguntándose sobre la levedad y el peso.

Sostiene Pacheco que sus trámites en Valparaíso los realizó en forma mecánica. No podía dejar de pensar en la novela. Antes de subirse al bus que lo llevaría de regreso a La Ligua y a su amada, tuvo la intención de comprarle una perrita a Pompeya, pero se contuvo. Todo el viaje de vuelta se dedicó a pensar en las dos mujeres que marcaron a Tomás. ¿Cuál era Pompeya? ¿Teresa o Sabina? ¿El peso o la levedad? Quizá Pompeya era la síntesis que tanto buscaba, o quizá no.

Cansado, agotado, no por el viaje ni los trámites que hubo de realizar, sino por sus lucubraciones amorosas, llegó a su hogar entrada la noche. Pompeya lo esperaba con una comida liviana y una copa de vino. Hermosa como siempre, le susurró al oído: te dejé un librito sobre el velador, para complementar tus lecturas de estos días. Pacheco comió, bebió y conversó largo con su amada. Luego subió a su dormitorio y encontró, justo bajo la lámpara del velador, una nota sobre un libro que lo invitaba a leer, con especial atención, sobre el Indra. Debajo de la nota, el Kama-sutra.

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