Viña del Mar

[CRONICA] ¿Existe una identidad viñamarina? (Rodolfo Follegati Pollmann)

¿A qué ciudad pertenecemos o queremos pertenecer? ¿Cómo se expresa nuestro sentimiento de pertenencia? ¿Cuáles son los significados simbólicos que compartimos? ¿Cómo se relaciona nuestra experiencia del habitar con la memoria y los recuerdos?

Nos preguntamos por la identidad viñamarina, identidad o identidades. ¿Dónde hallarla? Puede estar en las características físicas de su territorio, en sus recursos naturales o productivos, en sus habitantes y la relación entre ellos con el territorio, con sus recursos o con sus actividades. O puedo estar, por cierto, en todo ello.

Identidad tiene que con un sentimiento de pertenencia a una colectividad histórico–cultural, que puede ser más o menos localista, más o menos universalista. Este sentimiento de pertenencia respecto a los miembros de una comunidad, los hace sentirse importantes para los demás y para el grupo, y con ello se tiene la creencia de que las necesidades individuales y colectivas serán atendidas por el compromiso de estar juntos.

Tomando en cuenta todos estos conceptos, cuando pensamos en una ciudad, hoy, debemos también preguntarnos si existe una o varias identidades. Pero esta interrogante también es compleja, pues el sentimiento que define la identidad está cruzado por las variables del tiempo y del espacio y, también, por las transformaciones que se van sucediendo dentro de estas variables. Podemos identificar la identidad de la ciudad a principios del siglo XX o en los sesenta, la identidad de un barrio o de otro, identidad turística o industrial. Pero todo tiene un origen, un nacimiento, y el de Viña del Mar parece más cercano que distante, siendo ésta una las ciudades más jóvenes de Chile.

Dice la historia que la ciudad de Viña del Mar fue creada por iniciativa de José Francisco Vergara el año 1874 y que cuatro años más tarde se creó la Municipalidad. Es decir, Viña del Mar, como ciudad, no supo de Colonia ni de Independencia, es más, desde la llegada de los conquistadores no fue más que una propiedad privada o dos, la Hacienda de las Siete Hermanas y la de Viña del Mar, la primera al sur del estero, la otra al norte. Estas dos haciendas, a veces, fueron propiedad de un solo dueño, aunque la mayor parte del tiempo fueron propiedades independientes.

En estas tierras del Valle de Penco, antigua denominación del valle situado en torno a la desembocadura del Marga Marga y que desde 1840 fue propiedad de la familia Álvarez, José Francisco Vergara, casado con Mercedes Álvarez, heredera de las tierras, decidió hacer lo que hoy llamaríamos un desarrollo inmobiliario, un loteo, con el propósito de ofrecer predios en venta principalmente a familias acomodadas de Valparaíso y Santiago, para construir allí sus segundas viviendas. Hasta aquí la historia nos construye un hito fundacional de la ciudad que va a definir a Viña del Mar como un lugar con identidad aristocrática, a juzgar por las características de sus primeros habitantes.

Sin embargo, la hacienda de los Álvarez ya venía experimentando ciertas transformaciones sustanciales un par de décadas antes. La llegada del ferrocarril atrajo a nuevos habitantes, y se entregaron en arriendo, por un plazo de treinta años, algunos lotes donde se establecieron algunas familias pudientes de Valparaíso que buscaban un pasar más tranquilo y bucólico, alejados del trajín y la acelerada vida del puerto. También hubo, obviamente, interesados de Santiago. Pero no fueron sólo residencias las que se instalaron en las riberas del Marga Marga, también llegaron algunas fábricas que, debido a la falta de espacios aptos y planos en Valparaíso para sus instalaciones, encontraron en las inmediaciones de la hacienda de los Álvarez el lugar óptimo para sus faenas. Fue así como en 1870 se instaló la refinería de azúcar (CRAV) y el matadero, ubicado en lo que hoy es la calle Von Schroeder con Valparaíso, y posteriormente, en 1883, la maestranza Lever, Murphy & Cía. en Caleta Abarca, dando a la fisonomía del lugar un perfil y una identidad notoriamente  industrial.

Estos nuevos residentes, provenientes de los sectores aristocráticos y acomodados, así como las primeras instalaciones fabriles requerían de abundante mano de obra, servicio doméstico los primeros, obreros los segundos. Esta necesidad de personal y trabajadores atrajo a numerosas personas de los sectores populares, quienes se instalaron en los cuartos de servicios o pequeñas viviendas de las residencias aristocráticas y en las inmediaciones de las fábricas. Emblemático fue el caso de la CRAV, que por iniciativa de su dueño, Julio Bernstein, creó la “ciudadela”, conjunto de habitaciones que fueron entregadas en arriendo a los obreros y sus familias en los mismos terrenos de la fábrica. Caso similar ocurre con el matadero, de propiedad de Jorge Goodwin, que además de las faenas de la carne contaba con fábrica de velas y de jabón. En torno a estas instalaciones se fue desarrollando un barrio popular, con viviendas, negocios, posadas y bares, en lo que se consideraba un sector marginal de la incipiente aldea.

La historiadora María Ximena Urbina, que a través de múltiples investigaciones nos aporta estos interesantes datos llega aún más lejos. Refiriéndose a la construcción de la línea del ferrocarril entre Valparaíso y Santiago, a mediados de la década de 1850, señala que ya se puede constatar una presencia estable de precarias viviendas que eran ocupadas por los obreros del ferrocarril. Con todo esto Urbina concluye que en su origen Viña del Mar “no fue una ciudad exclusivamente residencial ni tampoco propia de la élite, sino heterogénea desde el punto de vista social. En ella coexistían sectores acomodados y pobres, chalets y ranchos…”.

De esta manera van apareciendo nuevos elementos, en este caso demográficos, que nos dan pistas de diferentes identidades cohabitando en la incipiente villa.

Lo anterior ocurre en un estrecho espacio, entre la ribera sur del Marga Marga y el pie de los cerros, y desde lo que hoy es el puente Quillota hasta el Cerro Castillo. Por ello, podemos suponer que la heterogeneidad social era una característica que se experimentaba dentro de un pequeño espacio, compartido por diferentes actores sociales.

Con estos primeros antecedentes ya podemos conjeturar que la idea de una ciudad aristocrática y residencial, ese tradicional primer mito identitario que ha caracterizado a Viña del Mar hasta nuestros días, se cae rápidamente, pues podemos constatar que una de las características más sobresalientes en los inicios de la ciudad fue su heterogeneidad y diversidad social y de funciones.

Lo que José Francisco Vergara va a proyectar en planos, sin por ello restarle méritos a su acción fundacional, será poner en orden y en regla un poblamiento que se venía dando en forma espontánea, y así va a plasmarse la formalización legal de una ciudad que prontamente recibirá el grado de comuna con la creación de su propia Municipalidad.

Los años siguientes fueron de un rápido crecimiento, tanto en número de habitantes como en residencias, comercio e instalaciones industriales, talleres, fábricas y bodegas. El cambio de siglo y las consecuencias del terremoto de 1906 verán consolidarse una expansión territorial de la ciudad hacia el norte, es decir, del estero hacia 15 Norte, en lo que se consideraba el arenal. Nuevas fábricas van ocupando esos espacios y muchas de las que fueron quedando inmersas en el sector residencial, conformado por las calles Álvarez, Viana, Valparaíso y en torno a la estación, se van trasladando al norte del estero. También lo hacen los pobres y los obreros, que van construyendo sus ranchos en las inmediaciones de los puestos de trabajo y ocupando las habitaciones obreras que algunas fábricas disponían para sus trabajadores. También lo hace la élite, que va ocupando la Avenida Libertad. Así vemos como, trascurridos treinta años de la fundación de la ciudad, se mantiene su composición social heterogénea y la convivencia de sus funciones residenciales, comerciales e industriales.

Queda la sensación de que a todos, ricos y pobres, instalaciones industriales y residencias, les quedó estrecho el espacio entre el pie de los cerros (calle Álvarez) y la orilla sur del estero. Y todos, guardando las debidas apariencias y una mínima distancia, se trasladaron al otro lado del estero.

Es posible sostener que a inicios del siglo XX Viña del Mar se caracterizaba por una pujante actividad industrial y contaba con una población numerosa, variada, a veces en choque, pero las más unida en torno a las necesidades de trabajo por un lado, y de mano de obra por otro. Integrados los diferentes sectores sociales en un mismo espacio territorial común, poco a poco se van a ir segregando y diferenciando, pero siempre en consideración a la funcionalidad del espacio. La expansión urbana es una expresión de la presión que los distintos sectores ejercen sobre el territorio, con una gran dosis de espontaneidad pero sin dejarse al abandono y la marginalidad.

Al parecer este Viña del Mar de antaño, que para muchos tuvo, y aún tiene, un sello  aristocrático característico de la Belle Epoqué, a la luz de las investigaciones nos sorprende con una realidad diferente y para muchos desconocida.

Industrial y residencial, obrero y aristocrático, que nace de la propiedad privada y de iniciativas particulares, sin mucho Estado que intervenga, llamada por Benjamín Vicuña Mackenna: “hija de los rieles”, conformada por una importante población obrera proveniente de los sectores populares, este Viña del Mar, a veces oculto y secreto, es nuestro origen, con sus mitos y realidades fundacionales, que deben iluminarnos a la hora de buscar la o las identidades que nos definen como ciudad y como habitantes de la ciudad.

¿A qué ciudad pertenecemos o queremos pertenecer? ¿Cómo se expresa nuestro sentimiento de pertenencia? ¿Cuáles son los significados simbólicos que compartimos? ¿Cómo se relaciona nuestra experiencia del habitar con la memoria y los recuerdos?

Comenzamos este relato preguntándonos por la identidad o identidades de Viña del Mar. Y no pretendemos responderla aún en estos párrafos iniciales.

Para no extenderme más en esta parte no me he referido a la “identidad turística” que se desarrolla con mayor intensidad desde los años 30 en adelante, y que hoy experimenta una desastrosa realidad. Ha sido ex profeso, con el único objeto de presentar algunos hechos históricos de nuestra biografía urbana que van más allá de la idea de playa, casino y festival. Sólo he pretendido que la pregunta inicial, con o sin respuestas, de vueltas en nuestras cabezas y nos lleve a formularnos nuevas preguntas que permitan sacar a luz un pasado a veces oscuro y desconocido, que ilumine nuestro futuro y el de la ciudad.

Rodolfo Follegati Pollmann
Profesor de Historia
Magíster en Historia PUCV

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